El frío arrecía en París, se siente como cala los huesos y
otras partes que riman con tal palabra. Desayuno consistente en nada o casi
nada, nicotina nomás. De nuevo al metro y es día de panteones e iglesias. De
inicio a buscar la tumba de mi poeta favorito: César Vallejo, en el cementerio
de Pére-Lachaise. Noticias chistosas, Vallejo no está enterrado aquí, tun tun.
Igual me paseo para visitar a otros muertitos famosos: Jim Morrison, Oscar
Wilde, Edith Piaf, y puros de esos. El lugar toma un tinte simpático entre la
niebla y el pavoroso frío. Tumbas serias, entre árboles de película de horror.
Senderos con muertos menos famosos, de todo lugar posible; mucho pinche chino,
uno que otro judío y demás rarezas del mundo mundial. Entre los nombres
desconocidos me encontré con la tumba de Mister Filberto, a quién hoy rindo
honores. (no sé quién fue ese cabrón, en serio). Otro paseo en metro, cruzando media ciudad y,
ahora sí, el cementerio de Montparnasse. Resulta que ahí se encuentran muertos
más de mis simpatías. Me refiero a sujetos como: Baudelaire (poeta maldito por
excelencia, crecí leyendo a ese cabrón);
Jean Paul Sartre y sus nauseas; Julio Cortázar, argentino genial; el
gran jefe y villano por excelencia (muy forzado) Don Porfirio, Sí, Porfirio
Díaz, que fue a terminar su vida tan lejos de su amado y jodido México. También el único filósofo que me hace reír:
Emil Michel Cioran. Para el final quedó lo mejor, un encuentro con la tumba del
poeta que más me marcó la literatura propia, y la vida: César Vallejo. Tenía
que leer un poema a su lado, tenía que fumarme un cigarro acompañado por
Vallejo. Digamos que fue el punto más espiritual de mi viaje. Hasta me olvidé
del frío unos minutitos, hasta me acordé de Lima y de los buenos y malos
momentos que leyendo a este sujeto he pasado. Gracias César, ahí te deje un
boletito del metro con mensaje.
Sigue el Edwinitotour. El museo de Louvre. Resulta que no
fue tan caro como creí, 10 euros pinches, no está mal. Tomemos en cuenta que
dentro de tal lugar se encuentran obras de todo maestro de la pintura al
parecer, de la escultura, los tesoros robados a Grecia y Egipto. Hay de todo,
hasta calefacción, carajo. Algunas salas merecen la pena verse más que las
pinturas que engalanan. Tomemos en cuenta que esto era un palacio, y se nota.
Los techos altos, hiperadornados. Las salas largas en tonos dorados portando
retratos de reyes que ahí caminaron, cosa linda para estar en la República
Francesa, me parece que esto es llevar la dignidad historia de una nación a
todo lo que da. Sin embargo, hay algo que no me acaba de cuadrar: turistas
japoneses, alemanes, latinoamericanos retratándonos con cada cuadro como si se
tratara de tomar se la foto con Mickey en Disneyland. Es eso de repente, un
Disneylandia cultural. Los amontonamientos de personas frente a la Venus de
Milo, la Mona Lisa y demás atractivos. Procuré detenerme en cuadros un poco
menos famosos pero que transmiten. Igual no sé nada o casi nada de pintura, así
que me deje llevar por el feeling. Igual debo decir que la obra más famosa de
Da Vinci no me impresionó tanto como creí, serían las multitudes que hacían más
fácil cogerte a la Mona Lisa que disfrutar de su observación un minutito, igual
estar en Louvre tiene algo que hace sonreír al espíritu artístico.
El hambre y cansancio al tope, escala para comer un panini
de jamón serrano. Muchos euros para un lonchecito, por así decirlo, pero, panza
llena y corazón contento. A tomar el metro, nuevamente, ahora al Sacré Couer;
la basílica del sagrado corazón. Enclavada
en el barrio de Montmartre, en lo alto del monte en realidad. Pues otro viaje
en metro, pero resulta que en algún punto del viaje el transporte se conectó
con Etiopia u otro país africano. Según mi rápida estadística 7 de cada 10
viajantes de repente se tornaron negros. Al salir de la estación 9 de cada 10
se tornaron negros. De repente me sentí en un suburbio de Los Ángeles o algo
así. Salones de belleza para hacerse peinados africanos era lo único alrededor.
Carajo, con o sin racismo estos cabrones dan miedo. En realidad es que
Montmartre, antes barrio de artistas, se tornó en barrio de refugiados
africanos, de mojados en color oscuro. Es raro, pero esto hace a París lo que
es, una mezcla de todo y de todos. Al final encantadora la ciudad. Y ahora a
subir la lomita para ver la basílica. Escalón tras escalón hasta llegar a la
altísima iglesia. Linda a secas, eso me pareció. Y en realidad se supone que da
una buena vista de París, pero con la niebla que aun por la tarde cubría la
ciudad, sumemos a eso la contaminación, la vista panorámica estaba un poco
miope. Eso sí, unos africanos que trataban de venderme pulseritas al escuchar
mi respuesta de: soy de México, atinaron a decir: Chicharito! Ja, ¿eso qué? Al
bajar de la montañita me encuentro con la modernidad del tercer mundo, unos
baños públicos pagados por la ciudad de París que se desinfectan cada que sale
una persona. Carajo, que miedo al miedo de estos monos. Pues si tienes urgencia
mejor hazlo en la calle. Al fin que muchas calles tienen ese olorcito a orina.
Y es que la limpieza tarda un par de minutos después de que sale cada orinador
público. Ah, y a final de cuentas el baño huele como los de la romería de
Zapopan. El primer mundo se hace bolas de repente.
Toca el regreso al hotel, y cada calle, con sus cafés,
restaurantes, tabaquerías, etc. Tienen lo que uno espera de París, es agradable
la ciudad. Le falta el calor del caos latinoamericano, pero es guapa París. Una
nena rubia, musulmana, negra, trigueña y todo eso, guapa. Un vinito tinto
francés ondea en mi mano mientras escribo esto, a la salud de mis amigos, de
los lectores y del vino mismo.
Edwin Casillas